Cuando vemos un bebe sonriendo o ensimismado, intentando abrir una pinza de tender la ropa o charlando con un muñeco, decimos sin dudarlo que está jugando. Y vivimos su tenacidad y su perseverancia con orgullo. Satisface verle crecer.
Sentimos lo mismo incluso cuando encaran empresas imposibles, como detener la marea con murallas de arena. En este caso además, disfrutamos viendo el trabajo colaborativo, la pasión contagiada, una organización cambiante y saludable, el placer frente al fracaso…del grupo de niñs.
Esto que en ls niñs nos parece tan maravilloso, sano y provechoso, si persiste –cada vez a más temprana edad- empieza a verse como un problema: el ensimismamiento es, por ejemplo, falta de atención y la perseverancia terquedad o falta de madurez. A veces, también en las ps adultas, se acepta si la situación es excepcional o se valora que lo es la persona, por sabia o exitosa. Pero en cualquier caso, antes o después, jugar se convierte en algo no deseable.
El juego, la dedicación apasionada a una actividad, se desecha, entre otras cosas por el cambio de nuestro orden de prioridades con la llegada de las obligaciones escolares y la consecuente falta de tiempo.
La persona de siete años que lleva hora y media luchando contra la marea, recogiendo cubos y partiéndose de risa cada vez que la ola se lleva la mitad de su muralla, quiere volver mañana. Ahora tiene que dedicar diez minutos a los ejercicios de sumas y después quince a colorear la nube justo antes de practicar las volteretas. Más tarde, tendrá 45 minutos de historia y después otros 45 de ingles. Y así, vamos rellenando las horas del día y cuando acaban sus obligaciones es la hora de cenar y acostarse pronto, porque mañana hay que madrugar.
Escolares o laborales, hemos asumido como necesario lo que en un momento establecimos como obligatorio. Y hemos aceptado además, que la obligación, implica renunciar al placer. Hemos perdido la naturaleza aprendiente y colaborativa, cegados por objetivos que nada tienen que ver con nuestras necesidades reales. Y esto es tan insano para cada uno de nosotros, como estúpido para el crecimiento común. Nos iría mucho mejor, atentas cada una a nuestros placeres; llenaríamos las obligaciones mutuas del ritmo de los cubos, y las olas las acogeríamos con fuerza.
Existe la persona que jugó tanto a un videojuego que ahora es millonario y la que fue expulsada de cinco escuelas antes de abandonar y empezar a pintar basílicas. Podríamos pensar que la pasión y la tenacidad, o el entusiasmo y la dedicación dieron sus frutos.
Pero no, las vivimos como personas e historias excepcionales, gentes que tuvieron suerte. Y por eso seguimos enseñando para educar, sin dejar espacio a las derivas personales: seguimos estructurando y programando, rellenando el tiempo…como si nuestro objetivo siguiera siendo la alfabetización universal.
Y como ya es más que evidente que lo que tenemos, aunque fue útil, ya no nos sirve, algunas personas buscan y volvemos al juego. Hablan de gamificación o de emoción en el ámbito educativo. Parece que estén reivindicando el placer y el juego pero aún les de reparo, y por eso utilizan palabras no peligrosas.
La tecnología es más compleja que cuando quisieron divertirnos al memorizar los ríos, pero la propuesta sigue siendo la misma: vamos a ver si conseguimos emocionaros con esto que creemos que debéis aprender. En lugar de confiar y dejar que sea la emoción la que dicte el camino, simulamos los mecanismos del juego para alcanzar nuestros objetivos, sin darnos cuenta de que la mínima manipulación desactiva sus beneficios por completo.
Y esto lo sabemos todos, cada una con sus palabras y sus maneras de contarlo. Como decía el otro día @estonoesunaescuela a ver cuando por fin, lo descubre la ciencia.
(sobre esto también hablábamos el otro día: no imaginamos a los ingenieros de la central nuclear x maravillados con el descubrimiento del botón de higgs e ignorándolo después en su práctica cotidiana. Pues esto es lo que sucede en educación. Mucho te aSombras, pero pocas luces. Da para otro post).